Me voy a confesar ante todos, seré sincero: el día de mi primera comunión fui feliz y me lo pasé en grande.
Algunos de los que leéis esto quizá me conozcáis, pero seguro que la inmensa mayoría no sabe que hice la comunión y pensáis que oculto este dato por mi aversión al mundo eclesial. Sí, yo siempre he dicho que estoy bautizado pero que no pude elegir (difícilmente, si no podía hablar); a partir de aquí es posible que alguien me acuse de que para la comunión se tiene más capacidad de decidir y por ello oculto este hecho de mi pasado. No es exactamente así, veréis por qué.
Los días previos al gran evento no era del todo consciente del cambio que se avecinaba en mi espiritualidad. De hecho, no era nada consciente.
Algunos de los que leéis esto quizá me conozcáis, pero seguro que la inmensa mayoría no sabe que hice la comunión y pensáis que oculto este dato por mi aversión al mundo eclesial. Sí, yo siempre he dicho que estoy bautizado pero que no pude elegir (difícilmente, si no podía hablar); a partir de aquí es posible que alguien me acuse de que para la comunión se tiene más capacidad de decidir y por ello oculto este hecho de mi pasado. No es exactamente así, veréis por qué.
Los días previos al gran evento no era del todo consciente del cambio que se avecinaba en mi espiritualidad. De hecho, no era nada consciente.
Supongo que, como yo, todos los que hayáis pasado por ese trance y tengáis cierta edad, estéis obligados a realizar un pequeño esfuerzo para recordar cada detalle de ese momento. Yo, por ejemplo, recuerdo con relativa nitidez lo que desayuné antes de ir a la iglesia; la risa nerviosa que me entró al caminar por ese sendero flanqueado por bancos llenos de gente que hacían que mi “compañero de comunión” y yo fuésemos el eje sobre el cual gira el universo en ese instante; los momentos de duda sobré qué responderle al cura cuando nos entregara “el cuerpo de Cristo”; mis disquisiciones sobre si me darían vino o no…
Son muchos los recuerdos, pero no todos están tan claros. Especialmente los de la noche previa, en la que no pude dormir absolutamente nada. La verdad es que si la misa se celebró un domingo, yo sentía algo desde el jueves por la noche, dormí poquísimo. Algo iba a cambiar. El viernes casi me la pasé en vela y estaba tan agotado que creí que la víspera descansaría irremediablemente. Pero no, la sangre de Cristo ya corría por mis venas y me dotaba de un aguante sobrehumano, casi místico.
Ese día hacía mucho calor, recuerdo pensar (en contra de mis principios, porque entonces eran exactamente iguales a los de ahora) cómo iba a ser malo ir a la iglesia con el agradable fresco que hacía. Así que ahí estaba yo, caminando junto al compañero por el pasillo central del templo; él iba con muletas, con lo cual la lentitud del paso hacía más memorable y épica la aproximación. En esos momentos miraba orgulloso a los lados, no me importaba tener la extraña sensación de no conocer a nadie de los que allí se congregaban, yo les ofrecía la mejor de mis sonrisas. Y el momento final. Algunos juntaban las manos, como implorando al cura la hostia que les iban a dar de todas formas; yo decidí abrir la boca y así no contaminar con mis sucias manos pecaminosas el cuerpo de Cristo, así, sin intermediarios, de dios a mí.
Y poco más se puede contar. No hubo grandes celebraciones, ni grandes banquetes, y para ser fiel a la verdad, no recibí ni un solo regalo, lo cual no me hizo menos feliz.
Un rato después de la ceremonia llegué a casa. Era la hora de comer, y mis padres, además de decirme que vaya horas de llegar, casi no se creen esta historia que sucedió exactamente como os la he contado.
Un consejo: váyanse a casa antes de que sea demasiado tarde; pero si el sol les sorprende a traición, una iglesia es un buen sitio para estar al fresco.
O, como dijo Barricada, “…y un buen rato después, saber llegar a casa antes de que el sol me diga que es de día”.
SALUD
Son muchos los recuerdos, pero no todos están tan claros. Especialmente los de la noche previa, en la que no pude dormir absolutamente nada. La verdad es que si la misa se celebró un domingo, yo sentía algo desde el jueves por la noche, dormí poquísimo. Algo iba a cambiar. El viernes casi me la pasé en vela y estaba tan agotado que creí que la víspera descansaría irremediablemente. Pero no, la sangre de Cristo ya corría por mis venas y me dotaba de un aguante sobrehumano, casi místico.
Ese día hacía mucho calor, recuerdo pensar (en contra de mis principios, porque entonces eran exactamente iguales a los de ahora) cómo iba a ser malo ir a la iglesia con el agradable fresco que hacía. Así que ahí estaba yo, caminando junto al compañero por el pasillo central del templo; él iba con muletas, con lo cual la lentitud del paso hacía más memorable y épica la aproximación. En esos momentos miraba orgulloso a los lados, no me importaba tener la extraña sensación de no conocer a nadie de los que allí se congregaban, yo les ofrecía la mejor de mis sonrisas. Y el momento final. Algunos juntaban las manos, como implorando al cura la hostia que les iban a dar de todas formas; yo decidí abrir la boca y así no contaminar con mis sucias manos pecaminosas el cuerpo de Cristo, así, sin intermediarios, de dios a mí.
Y poco más se puede contar. No hubo grandes celebraciones, ni grandes banquetes, y para ser fiel a la verdad, no recibí ni un solo regalo, lo cual no me hizo menos feliz.
Un rato después de la ceremonia llegué a casa. Era la hora de comer, y mis padres, además de decirme que vaya horas de llegar, casi no se creen esta historia que sucedió exactamente como os la he contado.
Un consejo: váyanse a casa antes de que sea demasiado tarde; pero si el sol les sorprende a traición, una iglesia es un buen sitio para estar al fresco.
O, como dijo Barricada, “…y un buen rato después, saber llegar a casa antes de que el sol me diga que es de día”.
SALUD